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tribuna
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Europa ante el abismo arancelario

La UE debe reaccionar rápidamente y diseñar un plan que le permita atraer el ahorro internacional que el Gobierno estadounidense va a dejar huérfano

08 04 2025
Nacho Álvarez

La historia de la política arancelaria es una historia de éxitos y fracasos. Algunos países consiguieron desarrollarse y hacerse ricos gracias, entre otras cosas, a elevados aranceles que protegieron sus industrias nacientes en las fases iniciales de consolidación, cuando aún no estaban preparadas para competir. Es el caso de Estados Unidos hasta la guerra de Secesión. Alemania también implementó políticas arancelarias que ayudaron a desarrollar su industria pesada y química en el siglo XIX, y estas políticas permitieron consolidar el rápido desarrollo de Japón, Corea del Sur y Taiwán tras la II Guerra Mundial.

Sin embargo, como todo instrumento de política económica, los aranceles se pueden utilizar bien o mal y hay ocasiones en las que estos han tenido consecuencias nefastas. Así sucedió, por ejemplo, en junio de 1930, cuando Herbert Hoover promulgó la conocida como ley Smoot-Hawley y elevó drásticamente los aranceles estadounidenses para intentar mitigar los efectos de la Gran Depresión. La economía norteamericana ya era por aquel entonces el principal mercado de importación y exportación del mundo, y dicha medida tuvo un fuerte impacto en el comercio internacional de la época. Más de mil economistas de la American Economic Association publicaron una declaración firmada oponiéndose a dicha ley, pero esto no evitó su entrada en vigor. Las represalias arancelarias de otros países no tardaron en llegar, y tanto Canadá como las principales economías europeas y de la Commonwealth elevaron fuertemente sus aranceles en respuesta. El comercio internacional profundizó su hundimiento y en 1933 era ya un 65% inferior al de 1929. La medida, que pretendía proteger a los agricultores y trabajadores estadounidenses contra la competencia foránea, no sólo terminó resultando contraproducente para buena parte de la industria estadounidense, sino que además contribuyó a extender la Gran Depresión más allá de las fronteras de Estados Unidos.

¿La política arancelaria de Trump caerá del lado de las historias de éxito, o del lado del fracaso? No tenemos una bola de cristal, pero todo hace pensar que será un desastre. Primero, porque su formulación es inaudita y alocada: gravar al resto de países utilizando una fórmula arbitraria basada en el déficit comercial bilateral es un arcano sin sentido económico. En segundo lugar, porque no existen industrias nacientes que proteger en este caso, sino industrias consolidadas en fases maduras de desarrollo. Y, tercero y más importante, porque Trump parece desconocer la complejidad que actualmente tiene el comercio internacional: buena parte de este comercio no responde únicamente al tráfico tradicional de mercancías, sino de partes y componentes de una cadena de valor hoy profundamente segmentada y deslocalizada, cuyos intercambios son además protagonizados por empresas multinacionales —muchas de ellas estadounidenses— asentadas fuera del territorio nacional. Los aranceles de Trump pueden terminar dañando más a Nike o a Apple que a la economía china.

Trump ha heredado una economía en fase de expansión, que hasta su llegada crecía y tenía un muy bajo desempleo. Pero el resultado más probable de su política económica es que el país termine desacelerándose y entrando en recesión, tal y como los mercados financieros están anticipando estos días. Si finalmente sucede así, asistiríamos a una crisis absurda, autoinducida por la propia política económica y con efectos depresivos sobre el comercio internacional y el resto de economías del planeta.

La Unión Europea debe reaccionar rápidamente y diseñar un plan que le permita, en la medida de lo posible, protegerse del previsible escenario depresivo y sortear las curvas que están por llegar. Tiene una oportunidad y debe aprovecharla, centrándose en cuatro cuestiones.

En primer lugar, la UE no debe responder a Trump con nuevas réplicas arancelarias, sería un error que no haría sino consolidar una escalada perjudicial para todas las economías. En lugar de preocuparse por golpear a las exportaciones estadounidenses, los países europeos deberían concentrar sus esfuerzos en reorientar sus flujos comerciales hacia el Mercado Único Europeo, América Latina y, particularmente, hacia el continente asiático, reforzando estos espacios de cooperación. No se trata de hacerle daño a Estados Unidos para hacernos daño a todos, sino de redefinir parcialmente el comercio internacional. No es fácil, pero la UE está en condiciones de liderar ese rediseño y la propuesta de negociación hecha por Bruselas a Washington va en la dirección correcta.

En segundo lugar, Trump parece dispuesto a corregir el déficit comercial de Estados Unidos (que considera una transferencia de riqueza al extranjero) incluso socavando una fortaleza clave de la economía norteamericana: su capacidad para atraer inversiones a Wall Street. Alguien debería haberle explicado al presidente que su pretensión por corregir a toda costa dicho déficit —innecesaria mientras el dólar siga siendo moneda mundial de reserva— equivale a lanzarle al resto del mundo el mensaje de que ya no necesitan tanta inversión extranjera. Pues este es precisamente un buen momento para que Bruselas lance el mensaje contrario: nosotros sí queremos esa inversión. En este sentido, la histórica reforma constitucional que ha tenido lugar en Alemania para eliminar el freno a la deuda abre la puerta a un nuevo plan de inversión europeo, y a un reforzamiento de la demanda interna, que podrían impulsar al continente en la línea marcada por el Informe Draghi (innovación tecnológica, descarbonización, energía sostenible y seguridad económica). Es la hora de invertir, Alemania parece dispuesta a hacerlo y el Gobierno estadounidense va a dejar huérfano con sus medidas parte del ahorro internacional. Aprovechémoslo.

En tercer lugar, no podemos olvidar que la globalización de estas últimas décadas ha dejado importantes beneficios económicos, pero también fuertes costes concentrados en determinados grupos sociales. Los demócratas no atendieron al impacto que tuvo la desindustrialización en determinadas comunidades de Estados Unidos, sirviéndole en bandeja al trumpismo la oportunidad de explotar el descontento social. Haríamos bien en tomar nota en Europa.

La UE debe consolidar una política industrial que le permita alcanzar una cierta relocalización productiva en su territorio, así como la autonomía estratégica —esa que Trump intenta conseguir por la vía comercial—. Pero debemos hacerlo asegurando simultáneamente la cohesión social, el Estado de bienestar y la compensación económica a aquellos grupos que puedan experimentar costes en el proceso. Esta no sólo es nuestra seña de identidad, es también nuestra garantía de futuro.

Finalmente, corregir los actuales desequilibrios comerciales debe ser un objetivo adicional. Keynes ya planteó en 1944 una propuesta para desarrollar un sistema más simétrico y cooperativo, en el que tanto países deudores como acreedores asumiesen cambios en sus políticas nacionales para hacer más sostenible el comercio internacional. Se intentaba superar con ello la concepción tradicional que hace recaer sobre las economías con déficit externo todos los ajustes macroeconómicos. Sin embargo, su propuesta nunca llegó a asumirse y hoy seguimos sin tener instrumentos para corregir estos desequilibrios comerciales.

La estrategia que aquí planteamos al menos permitiría avanzar en esa dirección. Los superávits comerciales sostenidos (como los de Alemania y otros países europeos) no son el mero resultado de ventajas competitivas, sino que responden también a políticas nacionales que limitan el consumo doméstico y la inversión interna. Impulsar un plan de inversión que eleve la demanda interna en la UE no solo ayudaría a sortear los efectos recesivos asociados a los nuevos aranceles, e incrementaría la productividad. También equilibraría progresivamente las relaciones comerciales de la UE con Estados Unidos, reduciendo el fuerte superávit que algunos países tienen con la economía norteamericana y, con ello, las tensiones con quien debiera seguir siendo un socio preferente.

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